Sumario: El Presidente del Tribunal resume, lo resuelto por el Juez de Meno¬res en la sentencia apelada seguida a T. A., A., actualmente internado en la Clínica del Sol, sita en Avda. Pellegrini Nº 850, de esta ciudad y el objeto de la presente convocatoria. Seguidamente concede el uso de la palabra el representante del Ministerio Público Fiscal, en su calidad de recurrente, para que exprese los agravios que el decisorio le ocasiona.
El Dr. Camporini solicita se revoque la Absolución por inimputable (en todo caso debió dictarse el sobreseimiento por inimputabilidad) y se declare a A. autor responsable de los delitos de Homicidio doblemente calificado por el vínculo y por alevosía, Homicidio calificado por alevosía, Lesiones graves calificadas por el vínculo, Abuso de arma califi¬cado -dos hechos- , todos en concurso real y en calidad de autor
Al concederse el uso de la palabra a la defensa, el Dr. Bedouret coincide con el Fiscal en que debió dictarse el sobreseimiento y no la absolución de A. En cuanto al resto de los agravios del acusador alega que los mismos no configuran una crítica razonada de la sentencia impugnada y, por lo tanto, deben desestimarse como idóneo mantenimiento del recurso. Argumenta el defensor que durante los tres años de sustanciación de este proceso se trabajó con T. para solucionar una patología de vida y no simplemente examinar la consecuencia ocasional en que la misma eclosionara.
Al concederse el uso de la palabra al Sr. Asesor de Menores, Dr. Luciano Corvalán, el mismo alude que T. no es un asesino serial, sino un joven con problemas desde el inicio de su existencia: la obligación de todos es rehabilitar a este vulnerable adolescente o, mejor aún, ha¬bilitar al menor como persona de manera que alcance a sentirse como prójimo. No habrá habilitación si sufre la hostilidad y la incom¬pren¬sión del medio institucional o familiar.
El Sr. Juez de Cámara, Dr. Ríos, dijo: En abono de la posición de¬fensista podría citarse la evolución doctrinaria respecto de la interpretación del art. 34, inc. 1º del CP. En efecto, desde una caracterización circunscripta de la imputabilidad, reducida prácticamente a la psicosis según la escuela alienista francesa (sustentada entre nosotros especialmente por Nerio Rojas), hasta llegar a la jurisprudencia actual, que acepta como hipótesis de inimputabilidad a perturbaciones o alteraciones afectivas y volitivas y no sólo las intelectuales, ha corrido mucho trecho. Por otra parte (como lo señala Tozzini al comen¬tar los textos de Cabello y Frías Caballero) “si el sujeto con capacidad de reproche debe tener también el gobierno efectivo de sus acciones de acuerdo con la comprensión del acto que ejecuta” , la imposibi¬lidad de dirigirlas traduce “la pura puesta en marcha de una casualidad ciega que sin frenos inhibitorios desborda la libre opción del individuo”: aunque el sujeto comprenda lo antisocial de la acción, sus impulsiones “transforman en violentamente irrefrenable a la descarga motora o psicomotora”.
Va de suyo que, en consecuencia, se aceptan doctrinariamente en la actualidad, dentro de las causas de inimputabilidad, tanto la psicosis, como las neurosis con síntomas de desarrollo típico, las personalidades esquizoides y paranoides, las estructuras neuróticas depresivas, las psicopatías y hasta las alteraciones emocionales (cfr. Fer¬nando Velásquez y Velásquez, “Derecho Penal”. Parte general, 2ª edic., Temis, Sta Fe de Bogotá, 1995, p. 514 y nota 160). Eso sí, en tanto y en cuanto produzcan un trastorno de tal magnitud que impidan al autor comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones. Con ello pierde mucha trascendencia el examen médico como monopolizador de la definición de la capacidad de la culpabilidad en el caso concreto.
En la hipótesis especial del estado de inconciencia la ley prescribe que no le debe ser imputable al autor que lo padece. Los tribunales ale¬manes han decidido que no existen inimputabilidad en sujetos que se colocan a sí mismos culpablemente en estados pasionales que conducen a hechos violentos (OGHS t. 3,82 y BGHSt. 3,199); pero también considera insuficiente basar la capacidad en una culpabilidad por la conducción de la vida (NJW 1959, 2315). Lo correcto es estimar, como afirma Claus Roxin (t. I, p. 830) que cuando en el momento del hecho está absolutamente excluida de la capacidad de control, no se puede negar la exculpación por el hecho de que el propio estado pasional estuviera provocado culpablemente.
En realidad la cuestión esencial radica en que no cualquier estado pasional se cualifica como suficiente para definir la inimputabilidad. De lo contrario toda celotopia determinaría la irreprocha¬bi¬lidad de aquél que mata al ser amado sólo porque este ha dejado de amarlo; condenando al destinatario de su amor a una entera esclavitud a los insólitos designios efectivos de su amador y al sacrificio inhumano de falsear una situación insostenible como precio de su subsistencia.
El primer planteo a resolver es el de inimputabilidad y éste es un tema de mal renombre para la opinión pública -asediada por la inseguridad frente al delito-. La gente tiene el convencimiento que hacerse pasar por loco en el juicio es el mejor negocio del acusado para lograr la impunidad. Como afirmamos en el Acuerdo del 26-06-01 “R., A. J. s/ Homicidio calificado”, “es cierto que suelen ser los crímenes más atroces y aberrantes los casos donde sus autores no pudieron comprender la criminalidad del hecho o dirigir voluntariamente su conducta. Precisamente las características desorbitadas e inexplicables de estos hechos suelen ser indiciarios de la irracionalidad de la persona afectada por una grave alteración patológica.
Pero lo que no es cierto, en cambio, es que el Código Penal en estos casos ordene liberar candorosamente al inimputable dejando inerme a la comunidad. Cuando se verifica una situación como la expuesta, la ley prevé reemplazar la pena por una medida de seguridad: en lugar de cárcel por un tiempo preestablecido, con derechos a salidas transitorias, libertad asistida, libertad condicional y otros beneficios penitenciarios, en estos casos, si se trata de un inimputable peligroso para sí mismo o para los demás, habrá de recluírselo hasta que se compruebe acabadamente la desaparición del peligro referido. El no tendrá la culpa de lo ocurrido, pero tampoco la sociedad puede correr el riesgo de su desequilibrio. En síntesis, en la última hipótesis el Código Penal no determina previamente la duración de la medida, sino que su absolución podrá llegar a traducirse en su encierro de por vida en lugares de reclusión poco envidiables, para satisfacer la tutela de los intereses del grupo social. Si las cosas a veces no su¬ceden así en la práctica no le echemos la culpa al Código Penal”.
Desde el enfoque estrictamente procesal la pretensión Fiscal debe ser rechazada en tanto se funda en la ausencia de certeza sobre la inimputabilidad de A., alegando que los dictámenes psicológicos no son terminantes sobre el punto. Se trata de resolver sobre la capacidad de culpabilidad del acusado y ello se concreta en una sentencia por la cual se lo declara autor penalmente responsable del hecho o se lo absuelve si falta alguno de los presupuestos exigidos para dicha declaración. En esta etapa ya no tiene cabida el sobreseimiento por inimputabilidad, como pretenden ambas partes objetando lo resuelto por el Juez; por el contrario, la cuestión se halla bien resuelta por la sentencia absolutoria, que aún frente a la duda sobre la inimputabilidad debía decidir en favor de la existencia de la misma, a tenor de lo previsto por el art. 8.2 del Pacto de San José de Costa Rica, 18 de la CN y las concordantes Convenciones de Derechos Humanos.
En ese sentido el art. 34, inc. 1º -estado de inconciencia- no exige fal¬ta absoluta de conciencia sino una profunda alteración de ella que no necesita ser patológica ni total, pues la pérdida absoluta de la misma excluye la realización de una acción humana (Bacigalupo, Enrique, “Derecho Penal. Parte general”, p. 280; CPen. de Sta. Fe, Sala II, en Donna, “Código Penal y su interpretación”, I, p. 303). Como enseña Claus Roxin, “puede darse un profundo trastorno de la conciencia en un sujeto aún cuando el mismo no padezca enfermedad alguna y su estado pasional tampoco vaya acompañado de otros síntomas de deficiencia”. Y es posible, paradójicamente según continúa diciendo del jurista alemán, basar en esos casos la responsabilidad penal del agente en los principios de la “actio libera in causa”, porque “los hechos pasio¬nales no llegan como un rayo en tiempo sereno, sino que son el resulta¬do de un conflicto de larga duración y transcurren en las tres fases de nacimiento, agravación y descarga. En la fase de nacimiento los agravios y fracasos, que se han de asimilar, no conducen a tensiones psí¬qui¬cas, que se cargan en la segunda fase y se convierten en representaciones destructivas, de modo que en la tercera fase basta a menudo un motivo aparentemente insignificante para hacer que se produzca un derrumbamiento total de la capacidad de control y el desbordamiento pasional. En la segunda fase, cuando todavía existe capacidad de control, se puede constatar un conflicto del sujeto con sus tendencias agresivas. Si en este estadio el autor no toma precauciones contra una posible descarga pasional posteriormente no controlable y por ejemplo compra un arma de fuego, existe ya ahí una provocación del ulterior resultado que puede fundamentar una responsabilidad jurídico penal” (Roxin, Claus, “Fundamentos, la estructura de la teoría del delito”, Parte General, t. 1, Nº 20, ap. 13, 15 y 18, p. 828 y sigs.) .
He traído a colación el reparo a la exculpación cuando media una provocación culpable de la agresión pasional, porque si bien Roxin concluye “que cuando en el momento del hecho está absolutamente excluida la capacidad de control, no se puede negar la exculpación por la sola circunstancia de que el propio estado pasional estuviera provocado culpablemente” (ap. 16), sin embargo, en el presente caso, ni siquiera puede afirmarse que A. se colocara a sí mismo en situación de desencadenar la “acción en cortocircuito”.
En efecto, desde la vertiente común de la interdisciplina, que enriquece el análisis de la causa, se advierte una fase de nacimiento de la perturbación, con agravios y fracasos asimilados, donde el padre se ubica como suministrador de bienestar en su calidad de capitalista clandestino de juegos y apuestas, es obsesivo por el dinero, impone estructuras de poder autoritario en forma absolutista y omnipotente, y descalifica como traición cualquier pensamiento que no se subordine íntegramente al suyo. Condena a la familia a vivir herméticamente, enclaustrados en el aislamiento y sin permitir su integración con terceros ajenos al grupo (“no tengan amigos porque los van a cagar”). Destilaba una fuerte afinidad por las armas, enseñando su uso a los hijos desde su más corta edad; como un juego, una diversión más. Y T. relata que varias veces se puso delante de su mamá, que era una hija más en la familia, para evitar que le pegara.
La segunda fase aparece con el temor de T. que su padre se fuera de su casa. Tenía miedo que se fuera y los abandonara porque no estaba preparado para soportar la pérdida o decepción que su padre los dejara. Y su padre se va a ir, por cuanto tiene la ropa y se encuentra instalado en una embarcación de su propiedad. A ello se suma la sospecha y desconfianza del progenitor ante la detracción de dinero de una de las cuentas bancarias familiares. Si no aparece el faltante amenaza con la partida de su hogar y le encarga a T. la averiguación de lo sucedido, la delación, el informe de inteligencia, generándole una presión intrafamiliar intolerable.
El desenlace se precipita en secuencias inevitables. El día de la tragedia su padre carga una mochila con alimentos extraídos de la heladera y amenaza con irse. T. trata de impedírselo, se antepone al auto, llora desesperadamente y le pide que no salga. Entonces estalla el provocador sadismo del progenitor: ¡es una broma! Y de nuevo la burla y la descalificación y la reiteración del trato (una “cargada”, lo está “gastando”). Sin embargo el hijo está convencido que finalmente su padre se irá de la casa. El menor sale con una amiga, fuman marihuana, tiene dos incidencias previas con vecinos por cuestiones de tránsito que lo exasperan aún más. Vuelve y repasa la película de todo que sucediera en la jornada, la segura evasión de su padre, el desprecio que le hacía a su madre, que iban a sufrir la falta de dinero. Y allí detecta que su padre rechaza realizar una caricia requerida por su madre, vuelve con el tema del dinero y contesta con un gesto de desprecio (“hasta que no le diga donde está la plata no le va a dar nada”). Una vez más el padre hace un gesto de rechazo y es como si hubiera apretado el gatillo. “Ahí fue que me subió todo, como que iba y no parecía yo, algo manejado”. Esto es lo último que recuerda T. hasta que se ve con un arma en la mano: “después me acuerdo del arma, tengo la imagen del arma en la mano y de los gritos (creo que de mi hermana y de mi abuela), salgo corriendo… es una imagen borrosa que se me va haciendo más clara”. Como señala la experta: el sujeto quedó disparado a la matanza, al exterminio, incluyendo su propia muerte que hubiera sobrevenido de no producirse la caída del cargador de la pistola y apareciera su hermana. Al forcejear con ella vuelve en sí. Apunta la cosmovisión técnica que está claro que no hubo al momento del pasaje al acto elección en cuanto a las víctimas. El estallar volcánico correlaciona con las respuestas significativas que aparecen en el test de Rorschach, y la despoblación neuronal detectada por la resonancia magnética practicada por el Dr. Nagel, es síntoma de “una disminución en el control de los impulsos que se traducen en un aumento de la violencia a nivel clínico”. A. fue indiferente a los destinatarios de su brutal agresión. Hubo un arrasamiento masivo de la conciencia que dejó de funcionar (crisis paroxística no epiléptica): ¡basta, que termine todo!
Esta visión se instala en una personalidad frágil, apocada y precaria, de apariencia infantil, condicionada por un medio ambiente familiar que preparó el trágico desenlace. No hay premeditación o instrumentación, afirma convincentemente la psicóloga Lidia Kieffer, sino un automatismo donde la muerte detiene la vida defendiéndola de un cambio insoportable. La irracionalidad se revela en el intento de aniquilar sus seres más queridos (su hermano era su alter ego, es como si se hubiera matado él). No hubo búsqueda intencionada del arma: dice bien el defensor que si hubieran existido libros y jarrones sobre los aparadores de la casa la explosión inconsciente habría ocasionado alguna lesión leve; pero encima de los muebles proliferaban amenazantes armas de fuego cargadas y con silenciador.
Ninguno de los expertos que estudiara la estructura psicosomática del menor A. certifica que los múltiples atentados personales cometidos obedecieran al manejo conciente y plenamente responsable de su autor, acicateado por un instinto perverso o una actitud dolosa y meditada. Por el contrario, los aportes brindados por la medicina general, la resonancia magnética cerebral, la psiquiatría, la psicología y la opinión médico forense, avizoran en común que en este caso ha mediado una profunda perturbación de la conciencia. La discrepancia entre los técnicos más vale reside en precisar si el desajuste ancló en la comprensión del acto -propia del ámbito intelectual de A.-, o en su emotividad personal, desencadenando una perturbadora emoción violenta (hasta el Fiscal de Cámara refiere una “emoción violente diferida”). Ante la pregunta a la madre si había perdonado a su hijo la imborrable agresión padecida, aquélla contestó que nada tenía que perdonarle porque quien consumara la tragedia no fue su hijo.
Por último no puede prescindirse de la opinión vertida por el Asesor de Menores, Dr. Luciano Corvalán, cuando expresa que A. no es un asesino serial, sino un joven con problemas cuya solución y rehabilitación es imposible en un medio hostil, familiar o institucional. “Más que de rehabilitación ha de hablarse de la habilitación del menor como persona, que este chico se sienta prójimo”, ha insistido el Dr. Corvalán. Por encima de las discusiones puramente jurídicas lo más importante es que con ayuda de la interdisciplina pueda salvarse, ante la enorme pérdida, algo de tanta magnitud como lo es el futuro del justiciable adolescente: si los Juzgados de Menores no sirven para eso, no sirven para nada.
El Sr. Juez de Cámara, Dr. Pangia, dijo: Comparto los atinados fundamentos del doctor Ríos que concluye en la inimputabilidad de T. A., A. en el aciago hecho de autos y que se implemente con interdisciplina la terapia pertinente con miras a su habilitación personal.
Sólo me atrevo a enfatizar que los informes médicos, psicológicos y psiquiátricos suscriptos por numerosos profesionales, mas allá de la especialidad y particularidades fundantes de cada uno, evaluados en su conjunto con objetividad, discrepando con el señor Fiscal de Cámara, brindan apoyatura a la argumentación jurídica enunciada.
No cabe duda de la inusitada gravedad y trascendencia del hecho enrostrado a T. Pero dicha gravedad no debe medirse con el sim¬plismo del impresionante resultado. El trágico suceso es resultado de una familia desestructurada -como reconoce el curial de confianza- donde primaba la droga, el desenfreno en algún caso, la violencia familiar, la desatención, el desprecio conyugal al que asistía y la carencia de contención hacia el joven, ámbito donde la problemática de adicción de T. -mostró una rinoscopía con resultado positivo- no parece que se haya pretendido atender, aspecto en el que la falencia familiar fluye notoriamente y contribuyó al desfogue criminoso.
Pero la carencia de antecedentes de violencia por parte de éste, tanto en el seno familiar como social avala que el suceso, fue una circunstancia que excedió la medición de sus acciones, ya que como bien expone la defensa, no existió nunca en T. animosidad, ni agresivi¬dad hacia las personas que mató e hirió, todo lo contrario, eran sus seres queridos y así lo entienden tanto él como su hermano y abuela, y enfatizó su madre, presente en la audiencia, que por obra del azar sobrevivieron.
En ese contexto, la pena sólo es posible en el marco delimitado de la culpabilidad por el hecho, pero la culpabilidad es posible cuando los obligados a responder sean capaces de acción, pero no cuando se ad¬vierten manifestaciones que permitan determinar la presencia de una alteración con entidad que impida dominar la voluntad y como consecuencia dirigir las acciones.
Tal lo que surge en el proceder de T. A., A. con aval en las opiniones de los numerosos profesionales que lo examinaron.
No obstante, cabe aclarar que la resolución a la que se arriba no implica impunidad, ni deja a la comunidad desprotegida de una actitud similar. Precisamente en estos casos, en que una alteración de la voluntad irrumpe impidiendo dirigir sus acciones, la ley prevé sustituir la sanción por una medida de seguridad que por su naturaleza y en función del tipo es indeterminada, mas cuando se trata de una persona inimputable y puede ser peligrosa para sí mismo y/o para los demás. T., deberá continuar a un riguroso tratamiento y sólo podrá ser liberado cuando se compruebe la inexistencia del peligro, confiándose a la terapia interdisciplinaria para superar su actual situación. Es decir, la declaración de inimputabilidad conlleva carencia de responsabilidad -T. no fue culpable y no debe ser condenado- pero ello no significa que la sociedad deba correr el riesgo de otro desequilibrio o de padecer alguna conducta similar, en virtud de que la medida de seguridad permanecerá vigente y cesará cuando ese latente peligro se haya extinguido.
Con este pronunciamiento se prioriza el tratamiento de salud, su habilitación como persona, porque lo contrario implicará la desmesura de condenar a quien no pudo controlar y/o dirigir su voluntad en el luctuoso suceso. Mas aún, la duda respecto de la inimputabilidad lo beneficia, por lo que el fallo debe confirmarse, aunque priorizando y centrando el esfuerzo en la terapia que deberá implementar el a quo.
En definitiva, A. no pudo gobernar su conducta ante la irrupción motivante de la idea de su padre, que había preparado sus ropas y alimentos para retirarse del hogar, aparentemente por la sospecha de faltante de dinero familiar, la singularidad de encargarle que investigue a su hijo tal circunstancia, el llanto de éste y su interposición ante el auto que su progenitor iba a abordar y la respuesta de éste, de que era una “cargada”. Además, la incidencia con motivo del tránsito, fuma de marihuana, temor por lo que pensaba que en definitiva se iba a concretar, facilidades para empuñar armas, ya que en el domicilio sobre los muebles era común la existencia de armas cargadas y aptas para disparo y con silenciador, incertidumbre económica sobreviniente de la familia por la ida del padre, rechazo a caricia del padre a su madre, todo lo cual conformó un ambiente sobradamente fértil para la irracionalidad de su actuación.
El recuerdo un tanto borroso de la toma del arma y del acontecimiento en sí, unido a una personalidad definida como “frágil, apocada y precaria” permiten concluir que sufrió un shock emocional irrefrenable que no le permitió dirigir sus acciones, por lo que no puede endilgársele dolo por el infausto resultado típico, aunque corresponderá y urge que se le aplique una medida de seguridad que deberá abordar el a quo con auxilio interdisciplinario, para lograr su habilitación como persona y supere esta instancia de su vida.
El Sr. Juez de Cámara, Dr. Mestres, Dijo: Adhiero a los votos precedentes.
En consecuencia, se confirma la sentencia apelada, debiendo el Juzgado de Menores implementar con la interdisciplina la terapia más adecuada a la habilitación personal sugerida, con especial prevención del peligro de dañarse a sí mismo y a los demás.

Partes: A., T.A. s/Homicidio doblemente calificado por el vínculo y alevosía - Homicidio calificado por alevosía - Lesiones graves calificadas por el vínculo - Abuso de armas calificado - abuso de armas